Ayer se nos marchó otro imprescindible, al menos para mi. Se nos ha ido Javier Ortiz, un columnista de la vieja guardia, de aquellos que aún dignificaban el periodismo, de aquellos por los cuales aún merecía pagar un diario para leer sus columnas...
Lo empecé a leer hace cosa de 8 años...y me atrevería a decir que me he leido casi todos sus escritos que publicaba cada día del año. Leer a gente como Javier fue unas de mis motivaciones para crear Mi Barricada. Su blog personal estuvo enlazado a mi página casi desde el principio.
En muchas ocasiones discrepaba totalmente con su forma de pensar, pero en otros no me quedaba otra que rendirme ante su maravillosa ironía y su envidiable prosa. La lectura diaria de su columna se convirtió en una especie de droga para mi.
Mentiría si dijese que no en pocas ocasiones lo mandé a la mierda al leer alguna opinión suya sobre algún tema que otro, pero también mentiría si no dijese que hasta en aquellos escritos había un pequeño hueco para la reflexión.
Es cierto que desde la izquierda revolucionaria nunca ha sido visto como un hombre de "los nuestros", pero yo siempre lo vi así. Lo veía como un hombre que consiguió infiltrarse en las filas enemigas, con todo lo malo que esa osadía conllevaba...o al menos así me lo quiero imaginar yo. A pesar que nunca le perdonare su hipocresia a la hora de hablar el tema de Euskal Herria.
Auque en muchas ocasiones su discurso no era tan radical como debería de ser (al menos para mi), es cierto que en muchas ocasiones puso el dedo en la llaga, como el pretendía.
Antes que un periodista, fue un gran escritor, un digno escritor. Tal vez esta sea la frase que más le defina, la citó hace poco tiempo él mismo en su columna diaria, y era de Manuel Vázquez-Montalbán: “Te acuestas siendo un triste socialdemócrata y, por la mañana, cuando te levantas, resulta que te has convertido en un peligroso izquierdista. Como el tiempo transcurrido te ha pillado en la cama y durmiendo, deduces que la metamorfosis no puede ser cosa tuya, sino de los demás”.
Aquí os dejo tres preciosos escritos suyos, y a continuación su propio obituario....Sí, Javier escribió su propio obituario antes de morir, no os lo perdáis, la ironía mostrada ante la muerte es envidiable. Os recomiendo que saquéis tiempo y los leáis. Disfrutarlos:
- Perdonen, aquí un radical.
- El diablo sólo está dormido.
- Sueño con Jamaica.
Hoy, como resulta que es mi cumpleaños, que estoy de viaje y que me he ido sin el ordenador portátil –no me toca escribir para el periódico hasta el viernes y el aparatito pesa lo suyo– os he dejado de archivo una humorada. Se trata de mi obituario. O mi necrológica, o como queráis llamar a eso. La he escrito porque no quisiera que el día en que me muera cualquier gacetillero inútil arruinara mi muerte con una necrológica burocrática y de circunstancias. De modo que os encargo colectivamente de que, cuando fallezca, hagáis lo posible para que sea éste el obituario que salga publicado. - El diablo sólo está dormido.
- Sueño con Jamaica.
Obituario escrito por el propio Javier Ortiz:
Dice así:
OBITUARIO
Javier Ortiz, columnista Falleció ayer de parada cardio-respiratoria el escritor y periodista Javier Ortiz. Es algo que él mismo, autor de estas líneas, sabía muy bien que sucedería, y que por eso pudo pronosticar, porque no hay nada más inevitable que morir de parada cardio-respiratoria. Si sigues respirando y el corazón te late, no te dan por muerto.
Así que en ésas estamos (bueno, él ya no).
Javier Ortiz fue el sexto hijo de una maestra de Irún, María Estévez Sáez, y de un gestor administrativo madrileño, José María Ortiz Crouselles. Sus abuelos fueron, respectivamente, un señor de Granada con aspecto de policía –lo que tal vez se justifique considerando el hecho de que era policía–, una señora muy agradable y culta con allure y apellido del Rosellón, un honrado y discreto carabinero orensano con habilidades de pendolista y una viuda de Haro casada en segundas nupcias con el recién mencionado, Javier Estévez Cartelle, del que se derivó el nombre de pila de nuestro recién difunto. Si algún interés tienen todos estos antecedentes, cosa que dista de estar clara, es el de demostrar que, en contra de lo que suele pretenderse, el cruce de razas no mejora el producto. (Obsérvese qué gran variedad de procedencias se puso en juego para acabar fabricando a un vasco calvo y bajito.)
La infancia de Javier Ortiz transcurrió en San Sebastián, ciudad que le venía muy a mano, porque nació allí. Se dedicó básicamente a mirar lo que había por sus cercanías, en particular el pecho de las señoras –ahora que ya está muerto podemos descubrir ese inocente secreto suyo–, y a estudiar cosas tan peregrinas como las ciudades costeras del Perú, de las que no logró olvidarse hasta su postrer respiro. Los jesuitas trataron de encauzarlo por el buen camino, pero él descubrió muy pronto que era comunista. Eso malogró del todo su carrera religiosa, ya de por sí poco prometedora, sobre todo desde que notó con desagrado el interés que algunos sacerdotes ponían en sus partes pudendas.
Su primer trabajo como escribidor, aparecido en una página del periódico del colegio, fue, curiosamente, una necrológica, con lo que cabría decir que su carrera como periodista ha resultado capicúa, singular circunstancia de la que muy pocos podrían presumir, aún en el improbable caso de que lo pretendieran.
A los 15 años, hastiado de las injusticias humanas –algunas de las cuales seguían teniendo como referencia obsesiva los pechos femeninos–, decidió hacerse marxista-leninista. Los años siguientes tuvo que emplearlos en averiguar qué era eso que acababa de hacerse, a lo que contribuyeron decisivamente algunos esforzados miembros de la Policía política franquista.
A partir de lo cual, se dedicó con gran entusiasmo a cultivar el noble género del panfleto. Sin parar. A diario. Año tras año. Fue cambiando de punto de residencia, no siempre por voluntad propia –ahí merecen especial mención sus estancias carcelarias y su exilio, primero en Burdeos, luego en París–, pero jamás varió su inquebrantable afán de agitador político, que él pretendía haber adquirido, por absurdo que parezca –y sea, de hecho–, en la lectura de Los documentos póstumos del Club Pickwick, de don Carlos Dickens, y de las Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Padarox, de don Pío Baroja.
Burdeos, París, Barcelona, Madrid, Bilbao, Aigües, Santander... Recorrió incontables sitios y holló innúmeros parajes sin parar de escribir, erre que erre. Zutik!, Servir al Pueblo, Saida, Liberación –y Mar, y Mediterranean Magazine– y El Mundo, y una docena de libros, y varias radios, y algunas televisiones... Por escribir, incluso escribió para otros y otras, ejerciendo de negro en momentos de particular penuria. También lo hizo a veces por amistad.
Movido por la lectura del Selecciones de Reader’s Digest y otras publicaciones estadounidenses tan aficionadas a ese género de operaciones, un día decidió calcular cuántos kilómetros cubrirían sus escritos, en el caso de colocarlos todos en una sola larguísima línea de cuerpo 12. El resultado de la estimación fue concluyente: ocuparían la tira.
En materia de amores (de la que sería injusto decir que careciera de alguna experiencia), también fue capicúa. Decía que las mejores mujeres, las más cariñosas y las más nobles con las que compartió sus días (sin desdeñar dogmáticamente a ninguna otra), le resultaron la primera y la última. Aunque la favorita le apareciera por medio: su hija Ane.
Y todo para acabar con algo tan vulgar como la muerte. Por parada cardio-respiratoria, como queda dicho. En fin, otro puesto de trabajo disponible. Algo es algo.
Jamaica o muerte. ¡¡¡Venceremos!!!
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